miércoles, 20 de mayo de 2009

ESCRIBIR LA LECTURA

LUEGO DE LEER LA ENVENENADA, DE FELISBERTO, OCURRIÓ QUE CARLOS SOLTÓ LAS MUSAS Y SALIÓ ESTE TEXTO, PASEN Y VEAN

"A las 15 y 12 fue cuando por última vez en esa tarde se asomó a la puerta de su casa y pensó que tenía que meterse en la vida: aparecieron tres hombres que desde la calle le hicieron señas para que se acercara; cuando se acercó le dijeron que a pocas cuadras y al borde de un arroyo, una mujer se había envenenado. Él tenía pensado no ir a esta clase de espectáculos: le producían una cosa, que intetizando todo lo que hubiewra podido escribir sobre esa cosa, le hubiera llamado vulgarmente miedo. Sin embargo,…"

Fue. Una de las formas de meterse en la vida, pensó, era superando su miedo a los muertos. Después de todo morir es inevitable.
Su propia historia de huérfano pequeño lo ensombreció temprano: la oscuridad de los hechos que la vida le amontonó en un instante, hizo que su idea sobre la muerte fuera como una de esas cuestiones en las que se confía que nunca tendrían relación con uno. Sus padres fallecieron juntos en un cruel accidente ferroviario. Sus cuerpos fueron velados a cajón cerrado: estaban irreconocibles. El aturdimiento le impidió comprender. Se torturaría después imaginando el rostro de la muerte en sus padres Luego vendrían la soledad, el desamparo, su actitud esquiva frente a los muertos y la negación a visitar los velorios. Tiempo después, escribiendo, pensaba que superaba la angustia. La cara de la muerte no era ya de su incumbencia.
De todo esto, como una vieja película de cámara lenta, donde las imágenes se aceleran grotescamente, se fue acordando a medida que, inseguro, se acercaban al lugar, con el trío de desconocidos, como un postrer acompañamiento.
De lejos vio el tumulto de curiosos, que respetuosamente secreteaban, igual que un coro trágico, alrededor del cadáver. Se fue acercando, vacilante sus piernas, expectante su ánimo: tendría frente a sí, por primera vez, la cara de la muerte. Terminaría por fin el misterio.
Ya nada sería igual. Muy pronto lo comprobaría. Y se lamentaría por siempre. No debió haber aceptado el convite y la compañía de los extraños, que tal vez fue-ran emisarios de un dios que no era el del cielo.
Pero no fue así. Y no había forma de remediarlo. La vida no tiene secuencias que como en un texto pueden ser borrados o anulados.
Cuando llegó al circulo mortuorio, todos le hicieron lugar, como conociendo sus fantasmas invitándolo sutilmente a la visión de la tragedia.
Al paso quedo, de esos que se dan para alargar la llegada, para demorar lo inevitable, compareció frente a la muerte.
Permaneció ahí como hipnotizado, con su mirada rígida, carente de brillo sus ojos y naciendo el desvarío.
Lo que vio no lo borraría jamás de su mente, ni aún con las extravagancias del alcohol. Sus dedos endurecidos serían incapaces de armar frases inteligibles.
El cadáver no tenía rostro.
Nuevamente el horror de quedar huérfano, entre el desamparo y la impotencia, sin conocer la cara arrebatadora de la muerte La vez anterior se había escabullido por las vías, ahora por el cauce del arroyo.
El rumor anónimo surgió desde atrás, fue pasando de boca en boca, creciendo el tono y el horror, inmovilizando a algunos, sacudiendo a otros y santiguándose los menos.
El aturdimiento le impidió escuchar.
La envenenada había hecho una donación en vida.
Carlos Amaya

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